25.2.12

Nunca he volado un papalote y mañana es mi cumpleaños

Desde que la conocí hace unos años supe que era distinta.

Al principio, dejó todo muy claro. No hubo “¿estudias o trabajas?”, más bien me dijo “¿te gustan los papalotes?”. La miré con extrañeza, sentí como si pudiera leer fibras de mi historia. No recuerdo haberle mencionado, en ninguna de las otras dos veces que nos habíamos visto, el deseo pueril que siento de ser papalote y las emociones que la palabra me provoca. Pestañeé, sonreí y le dije que sí, que me gustan. “Perfecto, te veo a las tres, el jueves, a fuera de tu facultad”.

Decidida, la muchacha.

El jueves, pues, la cita se trató de sentarnos en “las islas” a observar y admirar cientos de papalotes. Las cosas que yo sentía y mi enorme sonrisa de niña... ¿era ella capaz de movilizar a tantas personas a volar papalotes al mismo tiempo sólo para impresionar a la chica que le gusta? ¿Lo había planeado todo para que al instante me enamorara perdidamente?

Sí, y no. Era el día del papalote, una de esas ideas hermosas que tiene la universidad. Para mí no había nada, sólo colores, alas, personas atadas al sueño. Era como verlas flotar, si te fijabas los pies no tocaban el piso todo el tiempo.

“Nunca he volado un papalote”, le dije, “ya sé”, me contestó, “un día vamos a volar papalotes juntas”. Era como si me estuviera diciendo “tenemos toda la vida, ya verás que será todo un vuelo lleno de papalotes”.

Y sí, en cinco años no hemos volado ni un sólo papalote, pero vaya que hemos volado. Otros continentes han estado en el mapa y, si se fijan, nuestros pies no tocan el piso todo el tiempo.

Nunca he volado un papalote y mañana es mi cumpleaños. Paciente, lo sigo esperando. Creo que lo está guardando para un momento en particular, no vaya a ser que me vaya flotando... o, quizá, yo soy su papalote y no me he dado cuenta.



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