Venías pensando, como siempre en estos días de días, que tal vez ya era momento, ya era hora, como a veces dicen, tenías que meterte la mano en los pantalones y sentirte, reconocerte, serte. Lo hiciste. Después, te gustó tanto que preferiste meterte por la oreja y, después del oído, hacer lo mismo pero con tu cerebro. Te gustó más, te reconociste menos y sentiste menos pero pensaste más; sudaste más aunque no respiraste tan rápido (cosas que te gusta sobremanera).
La tercera es la vencida, siempre dijiste, pero esta vez no, no estás seguro.
La tercera dolió un poco, sangraste por la nariz y te mareaste.
Tenías los pies en la arena haciendo tierra, una mano luz y la otra adentro, masturbándote las ideas, buscando la libertad de tu voluntad, de tus ganas, de tus búsquedas.
Te quedaste solo, pero qué importa si somos eternos solos, pensaste. Estas seguro de ello, solos somos, nacemos, nos reproducimos y morimos. Si con trabajo podemos estar de vez en cuando con nosotros mismos como coño nos atrevemos a pensar que los otros van a estar con nosotros si están en la misma lucha con ellos mismos.
Bien.
Esta vez viste el fuego. Los pies no se movieron y tu culo se llenó de agua salada y minicangrejos. Despertaste con todo el cuerpo lleno de comezón y sabiendo que este año no se nos puede apagar el fuego, no podemos perderlo. Ya no podemos caer, hemos caminado por la caída ya muchas veces, por lo oscuro, lo que suena a mar, por estrellas y precipicios desmontados por el fuego. No hay que olvidar las llamas nunca.
Es que sí, somos pequeños incendios que nadan.
Iluminación por medio del autoplacer.
¿Hay algo mejor que el amor propio? ¿Hay algo más?
Cuando sentiste la satisfacción del ego lloraste, de nuevo pura sal y comezón por todo el cuerpo. Lloraste, desde el ombligo hasta las orejas que se inundaban de sangre. Qué más, ya sabes que no serás libre, pero que el fuego no se te puede olvidar porque entonces, perdiendo las alas quemadas, no morirías nunca.
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